Un tesoro
El señor Figueroa está buscando un tornillo perdido en el jardín con un detector de metales. Acuden los vecinos.
De repente se escuchó un pitido y se encendió un piloto rojo.
- ¡Aquí debajo hay algo gordo!
- Quizás un tesoro- soltó alguien con sorna.
- ¿Por qué no?- Dijo el señor Figueroa muy caviloso - . No sería el primero.
Y luego regañó con la mirada al resto, como quien se esfuerza en tratar con ignorantes: "Aquí, bajo nuestros pies, hubo un gran castro, señores, una ciudad prerromana, de mucha alcurnia. ¡Esto fue una capital mucho antes que Nueva York! Y donde hubo un castro, hay un tesoro. Eso no falla".
Los hombres cavaban en su jardín. Y es verdad que ya semejaba un campamento de excitados buscadores de oro, cada vez más atraído por el pozo que abrían bajo sus pies.
- Le estamos destrozando el jardín- dijo Armando, en un momento de clarividencia.
El señor Figueroa había asumido el papel de capataz: "Eso ahora no importa. Luego lo arreglamos. Los dejaremos como el Nou Camp de Barcelona".
Por fin, se escuchó un golpe diferente. Hierro que golpea en hueco. Los hombres rodearon el pozo. La lámpara alumbraba la expectación de los rostros sudados. Quietos, obnubilados, mientras el jefe Figueroa extraía con mucho mimo el hallazgo. Soltó una nerviosa carcajada.
- ¡Qué el demonio me lleve si esto no es un cofre!
Sí que lo era. Un cofre de madera con refuerzos de metal.
- ¿Pesa mucho?
- ¿Está cerrado?
- ¿Los celtas usaban cofres?
Los ojos de Figueroa centelleaban. Le temblaba el habla.
- ¡Traed esa maza!
Y sin más, golpeó y rompió la tapa.
- ¿Que hay? ¿Qué tiene? ¡Dejad ver!
Se echaron todos hacia delante y después, al mismo tiempo, hacia atrás. De nuevo, quietos. Silenciosos.
- ¡Son libros!
- ¿Libros? ¡Mirad bien!
- Sólo son libros. ¡Qué desgracia!
- Pero están en latín. ¡Igual valen un potosí!
- No es latín. Es francés - dijo el señor Figueroa. Repasó los tomos y