Como un chacal a la caída del sol, el chico estaba apostado en una esquina del barrio esperando que pasara la presa. Entonces vio a una mujer de mediana edad que cruzaba la calle, y con la misma acción medida de otras veces él salió disparado desde atrás, se avalanzó sobre ella, le arrebató el bolso y siguió corriendo sin que ninguno de los dos se hubiera mirado a los ojos. Mientras huía, el joven drogadicto fue escarbando el botín, y tres manzanas más allá arrojó el bolso vacío entre dos coches aparcados para quedarse sólo con la cartera. Se sentó jadeando en el banco de un paseo y comenzó a explorarla con los dedos temblorosos. Contenía 3.000 pesetas, cantidad suficiente para la dosis de ese día, pero en medio de las tarjetas de crédito había algunas fotografías, y en una de ellas el joven, lleno de espanto, se descubrió a sí mismo sonriendo en un parque abrazado a su madre. No pudo evitar las lágrimas al leer en el carné de identidad el nombre de la víctima junto a aquel rostro sellado. No obstante, con ese dinero se pinchó. La madre, muy excitada, contó esa noche al llegar a casa que un drogadicto la había asaltado, y su hijo la escuchaba en silencio mirando muy pálido el plato de la sopa. Los padres no habían descubierto aún la jeringuilla dentro de las bambas podridas del chico, pero el marido era uno de esos que habían decidido implantar el orden por su cuenta en la calle a bastonazos. El azar de la ciudad quiso que este hijo atracara a su madre en una esquina, aunque poca después el azar se hizo más terrible todavía. Bajo un cúmulo de linternas rojas, una patrulla de justicieros privados estaba dando una batida con palos para limpiar de drogadictos ese barrio de clase media. De pronto, aquel padre airado se vio arreando garrotazos a un muchacho tirado en la acera, y sólo cuando fue iluminado por los furgones de la policía, que llegaron en su auxilio, el hombre se dio cuenta de que estaba apaleando a su propio hijo, el cual sólo gritaba palabras inconexas de