El día que la Tierra siguió girando.

“Cariño. Cariño, despierta.”
Una mano inquieta me agitaba arrancándome cruelmente con sus afiladas uñas de mi profundo sueño. En cuestión de un solo segundo tuve que soportar la terrible visión de ver mi perfecto mundo onírico desvanecerse. Es curioso cómo tras más de diez horas durmiendo sólo eres capaz de recordar las últimas mil imágenes que se suceden en milésimas de segundo y que pueden condicionar el transcurso de la mañana y tu humor para el resto del día. Recuerdo una figura femenina de rostro difuminado bajo un elegante vestido beige. Tuvo que ser una pesadilla porque nada más abrir los ojos se apareció ante mí el mismo vestido. Pero toda esperanza de seguir soñando se esfumó cuando al levantar la vista vi a mi mujer embutida en él.
“Cariño. – eterna hipocresía humana – Hace un día estupendo. ¿Recuerdas el paseo que le prometimos a Nico ayer en la cena? – ¿no se avecinaba suficientemente horrible el día como para tener que recordar el anterior? – Pues vístete que nos vamos dentro de diez minutos.”
Sentí que en lo más profundo de mis entrañas estaba empezando a brotar un ansia irrefrenable de gritar hasta hacer llegar por lo menos a toda la fila de unifamiliares Gilfa S.A “Tenemos el sueño de su vida a su alcance” mi declaración del derecho a desayunar dignamente en paz.
“Diez minutos, nada más. Ya desayunaremos en el camino. Hoy comeremos un poco tarde en casa de mi hermano.”
La voz de mi padre, que en paz descanse, inundó mis oídos: “Lorenzo, recuerda esto. Un niño puede llorar pero entonces nunca será un hombre. ¿Verdad que tú quieres ser un hombre?”. Aquello cambió mi vida hace treinta y tres años. ¿Pero de qué me ha servido? ¿De qué me sirve ser un hombre si tengo que resignarme y soportar al descerebrado de mi cuñado y sus iluminadas observaciones del estilo: “Palomita – diminutivo afectivo del que creo recordar es el nombre de mi esposa - ¿cómo sigues consintiendo que el pánfilo de tu marido siga