El rey mago
En esto, como en casi todo lo demás, mi mujer y yo nos parecemos bien poco. Ella disfruta recorriendo tiendas, preguntando precios, estudiando escaparates. Durante el resto del año tengo al menos la excusa del despacho, que me exime del deber de acompañarla. En Navidades esa excusa carece de valor.
- ¿Pretendes que cargue yo con la responsabilidad de elegir todos los regalos?- Suele protestar.
Las Navidades pasadas, para no entrar en unos grandes almacenes atestados de gente, alegué que me hacía ilusión tener una foto de Santi, nuestro hijo, con el rey mago de la entrada. A mi mujer le pareció muy buena idea, así que nos dijimos adiós y Santi y yo nos pusimos en la cola de los que aguardaban para la foto.
Aquel rey mago llevaba puesta una gran corona dorada que, en su parte superior, se cerraba en una especie de acerico de terciopelo. Su melena y sus barbas tenían la longitud y el color reglamentarios: largas y blanquísimas. El resto de su indumentaria estaba compuesto por una capa de raso azul celeste, una amplia túnica roja y un cordón trenzado en torno a la cintura. En contradicción con todo ello, unos mocasines más bien gastados asomaban por el extremo de la túnica y desmentían el ilusorio esplendor del personaje. Los niños iban pasando y el rey mago se lo sentaba en las rodillas y les hacían las preguntas previsibles: ¿qué nos has pedido este año?, ¿has sido bueno?, ¿te has portado bien con papá y mamá? En aquella voz impostada había algo que me resultaba familiar.
Mi hijo, emocionando, se mantenía abrazado a mi pierna. Cuando le tocó el turno pude ver al rey de cerca. Sus ojos eran los de Bastos. Su frente era la de Bastos. Era Bastos. Lo había reconocido a pesar de la barba y del disfraz y de los treinta años transcurridos. Levantó Bastos a mi hijo y le preguntó si ya había escrito su carta a los reyes. "Parece mentira...", pensé.
Bastos había sido mi mejor amigo del colegio. Él era